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  • Foto del escritorCDA Lares

Recibí el antídoto… ¿y ahora qué?



Hemos estado estudiando acerca de cómo el virus del pecado nos ha infectado a todos, y cómo la sangre de Cristo es el único antídoto disponible para recuperarnos. También hemos visto que debemos hacer todo lo posible por compartir este antídoto con los demás, pues el 100% de los infectados con el pecado morirán si no se les administra la cura. Y sabemos que una vez la sangre de Cristo nos cubre, sus efectos están garantizados y son eternos. Pero, ¿es esto todo lo que necesitamos saber? En realidad, hay un aspecto de esta inmunidad que no hemos discutido y que es de vital importancia.


Para entenderlo, primero analicemos un poco más la forma en la que funcionan las vacunas. Cuando surge una enfermedad nueva, desarrollar una vacuna es de vital importancia, pero puede tomar tiempo. Las vacunas son una cura biológica, por lo que toma tiempo desarrollarlas y probarlas para garantizar su efectividad, mientras se minimizan los efectos secundarios. A veces la cura se desarrolla usando las células de una persona que ha sobrevivido la enfermedad, o sea, la ha derrotado.


De esta forma, cuando la cura se le administra a otra persona, esta obtiene lo que su cuerpo necesitaba para hacer frente a la enfermedad y poderla derrotar también. Esto no significa que la enfermedad no lo puede atacar, la enfermedad atacará siempre que tenga la oportunidad, lo que ocurre es que ahora la persona tiene las herramientas para derrotarla las veces que sea necesario. Pero hay un detalle importante con esta inmunidad, algunas vacunas no conceden un 100% de inmunidad en la primera dosis. Hace falta un refuerzo, o varios, porque el cuerpo olvida como luchar con la enfermedad. Un refuerzo mantiene nuestras defensas en forma.



Lo que ocurre con estas vacunas es que la inmunidad es progresiva. La primera dosis puede conceder un 80% de inmunidad, la segunda un 95%, y una tercera dosis otorgaría un 98% de inmunidad. Cuando la obra de la vacuna en nuestro cuerpo es completa, ya no necesitamos refuerzos. Las vacunas nunca son 100% efectivas, pero son lo mejor que ha podido desarrollar la medicina. Además, el riesgo aumenta si estamos en un ambiente donde la enfermedad prolifera.


Por ejemplo, si dos personas son vacunadas y una permanece en su casa y comunidad, mientras que el otro es un doctor que trabaja con enfermos todos los días, el doctor tiene más probabilidades de enfermarse otra vez, aunque la vacuna haya sido la misma. Sin embargo, por causa de la vacuna, los efectos no serán igual de fuertes ni durarán tanto tiempo. Con cada refuerzo de la vacuna es menos probable que esto pase.


De la misma forma, cuando venimos a Cristo, Él nos sana de los efectos del pecado en nuestra vida y nos libra de la muerte. A diferencia del mundo, con Dios sí tenemos un 100% de seguridad de que la muerte no tiene poder sobre nosotros; este efecto es inmediato y dura toda la eternidad. Pero, el mundo es un lugar donde el pecado prospera, y nosotros vivimos en él.


Todos los días nos exponemos al pecado, y todos los días el pecado intenta atacar nuestra vida e infectarnos nuevamente. Sin embargo, ahora no nos puede matar, Dios nos dio esa inmunidad. Podemos combatirlo, ahora tenemos las herramientas, pero la batalla desgasta nuestro sistema. La muerte no es el único síntoma del pecado; y en medio de una pandemia el riesgo de volver a contagiarnos es real. Los efectos del pecado en nuestra vida nos pueden abatir, aunque no nos venzan. El pecado nos afecta de muchas maneras, por ejemplo:

  • El pecado nos trae angustia y consume nuestra alma

“Mientras callé mi pecado, mi cuerpo se consumió con mi gemir durante todo el día. Porque día y noche tu mano pesaba sobre mí; mi vitalidad se desvanecía con el calor del verano.”- Salmos 32:3-4

  • Nos hace sentirnos culpables y con temor (aun cuando Cristo llevó nuestra culpa)

“El impío huye sin que nadie lo persiga, más los justos están confiados como un león”- Proverbios 28:1

  • Nos roba el gozo

“¡Lléname de gozo y alegría, y revivirán estos huesos que has abatido! ... ¡Devuélveme el gozo de tu salvación!”- Salmos 51:8,12

Aunque el antídoto nos concedió vida eterna y nos sanó de todos los efectos del pecado, cuando nos volvamos a exponer al virus podemos experimentar estos efectos. Porque la vida eterna fue inmediata, pero la santidad es progresiva. Siempre necesitaremos un refuerzo; debemos volver a la fuente del antídoto para una nueva dosis cuantas veces sea necesario. Pues, aunque la primera dosis nos limpió, nuestro sistema poco a poco olvida la manera correcta de combatir al pecado y puede sucumbir al virus nuevamente. Para evitarlo, sólo necesitamos un poco más de Cristo, y Él nos lo advirtió:

“Ya ustedes están limpios por la palabra que les he hablado. Permanezcan en mí, y yo en ustedes. Como la rama no puede llevar fruto por sí sola si no permanece en la vid, así tampoco ustedes si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes las ramas. El que permanece en mí y yo en él, este lleva mucho fruto. Pero separados de mí nada pueden hacer.”- Juan 15:3-5 (RVA-2015)

Él es la fuente, el único banco de sangre al que podemos acudir cada vez que necesitamos una transfusión. Y ya que vivimos en medio de una pandemia sin opción a cuarentena, necesitaremos un refuerzo bastante a menudo. Entonces no nos confiemos ni nos descuidemos, no faltemos a ninguna cita para un refuerzo. Encerrémonos nosotros mismos en cuarentena con nuestro Señor y recibamos un refuerzo del antídoto. Procuremos hacerlo diligentemente, hasta que la obra de la santidad en nuestro cuerpo sea completa, y poseamos un cuerpo completamente inmune al pecado. Hasta que Él nos haya dado tanto de sí mismo que lleguemos a ser como Él.

“Así que, el que crea estar firme, tenga cuidado de no caer.”- 1 Corintios 10:12 (RVC)
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